Esa fue la más lamentable de sus numerosas iniciativas frustradas. A medida que los pájaros se reproducían, Amaranta Úrsula los iba soltando por parejas, y más tardaban en
sentirse libres que en fugarse del pueblo. En vano procuró encariñarles con la pajarera que
construyó Úrsula en la primera restauración. En vano les falsificó nidos de esparto en los
almendros, y regó alpiste en los techos y alborotó a los cautivos para que sus cantos disuadieran a los desertores, porque éstos se remontaban a la primera tentativa y daban una vuelta en el
cielo, apenas el tiempo indispensable para encontrar el rumbo de regreso a las islas Afortunadas.
Un año después del retorne, aunque no hubiera conseguido entablar una amistad ni promover
una fiesta, Amaranta Úrsula seguía creyendo que era posible rescatar aquella comunidad elegida
por el infortunio. Gastón, su marido, se cuidaba de no contrariaría, aunque desde el mediodía
mortal en que descendió del tren comprendió que la determinación de su mujer había sido
provocada por un espejismo de la nostalgia. Seguro de que sería derrotada por la realidad, no se tomó siquiera el trabajo de armar el velocípedo, sino que se dio a perseguir los huevos más
lúcidos entre las telarañas que desprendían les albañiles, y los abría con las uñas y se gastaba las horas contemplando con una lupa las arañitas minúsculas que salían del interior. Más tarde,
creyendo que Amaranta Úrsula continuaba con las reformas por no dar su brazo a torcer, resolvió
armar el aparatoso velocípedo cuya rueda anterior era mucho más grande que la posterior, y se
dedicó a capturar y disecar cuanto insecto aborigen encontraba en los contornos, que remitía en
frascos de mermelada a su antiguo profesor de histeria natural de la Universidad de Lieja, donde había hecho estudios avanzados en entomología aunque su vocación dominante era la de
aeronauta. Cuando andaba en el velocípedo usaba pantalones de acróbata, medias de gaitero y
cachucha de detective, pero cuando andaba de a pie vestía de lino crudo, intachable, con zapatos blancos, corbatín de seda, sombrero canotier y una vara de mimbre en la mano. Tenía unas
pupilas pálidas que acentuaban su aire de navegante, y un bigotito de pelos de ardilla. Aunque
era por lo menos quince años mayor que su mujer, sus gustos juveniles, su vigilante
determinación de hacerla feliz, y sus virtudes de buen amante, compensaban la diferencia. En
realidad, quienes veían aquel cuarentón de hábitos cautelosos, con su sedal al cuello y su
bicicleta de circo, no hubieran pedido pensar que tenía con su joven esposa un pacte de amor
desenfrenado, y que ambos cedían al apremio recíproco en los lugares menos adecuados y donde
los sorprendiera la inspiración, como le hicieron desde que empezaron a verse, y con una pasión
que el transcurso del tiempo y las circunstancias cada vez más insólitas iban profundizando y
enriqueciendo. Gastón no sólo era un amante feroz, de una sabiduría y una imaginación
inagotables, sine que era tal vez el primer hombre en la historia de la especie que hizo un
aterrizaje de emergencia y estuvo a punto de matarse con su novia sólo por hacer el amor en un
campo de violetas.
Se habían conocido tres años antes de casarse, cuando el biplano deportivo en que él hacía
piruetas sobre el colegio en que estudiaba Amaranta Úrsula intentó una maniobra intrépida para
eludir el asta de la bandera, y la primitiva armazón de lona y papel de aluminio quedó colgada
por la cola en los cables de la energía eléctrica. Desde entonces, sin hacer caso de su pierna
entablillada, él iba los fines de semana a recoger a Amaranta Úrsula en la pensión de religiosas donde vivió siempre, cuyo reglamento no era tan severo como deseaba Fernanda, y la llevaba a
su club deportivo. Empezaron a amarse a 500 metros de altura, en el aire dominical de las
landas, y más se sentían compenetrados mientras más minúsculos iban haciéndose los seres de
la tierra. Ella le hablaba de Macondo como del pueblo más luminoso y plácido del mundo, y de
una casa enorme, perfumada de orégano, donde quería vivir hasta la vejez con un marido leal y
des hijos indómitos que se llamaran Rodrigo y Gonzalo, y en ningún caso Aureliano y José
Arcadio, y una hija que se llamara Virginia, y en ningún caso Remedios. Había evocado con una
tenacidad tan anhelante el pueblo idealizado por la nostalgia, que Gastón comprendió que ella no quisiera casarse si no la llevaba a vivir en Macondo. Él estuvo de acuerdo, como lo estuvo más
tarde con el sedal, porque creyó que era un capricho transitorio que más valía defraudar a
tiempo. Pero cuando transcurrieron des años en Macondo y Amaranta Úrsula seguía tan contenta
como el primer día, él comenzó a dar señales de alarma. Ya para entonces había disecado cuanto
insecto era disecable en la región, hablaba el castellano como un nativo, y había descifrado todos los crucigramas de las revistas que recibían por correo. No tenía el pretexto del clima para
apresurar el regreso, porque la naturaleza lo había dotado de un hígado colonial, que resistía sin quebrantos el bochorno de la siesta y el agua con gusarapos. Le gustaba tanto la comida criolla, que una vez se comió un sartal de ochenta y des huevos de iguana. Amaranta Úrsula, en cambio,
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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
se hacia llevar en el tren pescados y mariscos en cajas de hielo, carnes en latas y frutas
almibaradas, que era lo único que podía comer, y seguía vistiéndose a la moda europea y
recibiendo figurines por correo, a pesar de que no tenía dónde ir ni a quién visitar, y de que a esas alturas su marido carecía de humor para apreciar sus vestidos cortos, sus fieltros ladeados y sus collares de siete vueltas. Su secreto parecía consistir en que siempre encontraba el modo de estar ocupada, resolviendo problemas domésticos que ella misma creaba y haciendo mal ciertas
cosas que corregía al día siguiente, con una diligencia perniciosa que habría hecho pensar a
Fernanda en el vicio hereditario de hacer para deshacer. Su genio festivo continuaba entonces tan despierto, que cuando recibía discos nuevos invitaba a Gastón a quedarse en la sala hasta muy
tarde para ensayar los bailes que sus compañeras de colegio le describían con dibujos, y
terminaban generalmente haciendo el amor en los mecedores vieneses o en el suelo pelado. Lo
único que le faltaba para ser completamente feliz era el nacimiento de los hijos, pero respetaba el pacto que había hecho con su marido de no tenerlos antes de cumplir cinco años de casados.